viernes, 18 de enero de 2013

BumBum, BamBam, ChofChof: De los torpes el reino del amor es

BumBum, BamBam, ChofChof. Premio al lector que adivine el sonido al que esta onomatopeya va dirigida. No, no es el estallido de improviso de una bomba cabrona ni el rastro sonoro de un disparo propinado por una coqueta pero letal Walter PPK. Se trata de otro tipo de artefacto tan o más temido por el común de los mortales posmodernos. Es el latido de un corazón palpitante. Y ahora yo adivino lo que tú, lector, estarás pensando: “Por dios, esto empieza a no ser apto para diabéticos, ya está aquí esta advenediza escritora jugando a ser la versión sesuda de Carrie Bradshaw…”. Sígueme leyendo, lector, al menos dame el margen de un párrafo para convencerte de que lo que quiero aquí expresar va por otros derroteros que el especial de Telva sobre “Cómo volver a seducir a tu marido en tiempos de crisis” (aunque a mí, el de “Cómo triunfar con la lencería del Todo a Cien” me chifló). Resulta intrigante como ya sumerios, egipcios, celtas, chinos, hebreos, griegos, romanos y cristianos asociaban al órgano del corazón las más excelsas virtudes humanas: amor, bondad y valor. Pero claro, aquel 17 de junio de 1995, cuando apenas quedaba una semana para terminar el curso escolar, no acudí a las fuentes ovidianas o bíblicas para dispararle a Marc un “me gustas” a la salida del colegio. Mi inspiración amorosa provenía de las cientos de películas hollywoodienses que había mamado desde niña. Obviamente, ninguna de ellas supo prevenirme de que a veces tras una declaración sentimental, esta puede ir acompañada no sólo de una negativa por la otra parte contratante, sino de un porrazo en toda regla contra una farola y, lo que es peor aún, que esta gesta se difundiría en menos de 24 horas por todo el colegio. Después de tal fracaso, es fácil adivinar que a los diez años me jurara a mí misma en plan Vivien Leigh en Lo que el viento se llevó: “juro por Dios que no volveré a decir «me gustas»”. Bien, como algo ya me conoces, lector, supongo que pondrás en tela de juicio mi vocación de Reina Virgen. Y sí, no te equivocas. Pese a mis ingentes y recurrentes esfuerzos por esquivar el amor y la desilusión postrera que lo acompaña —y así ser acogida en el reino de la diosa Virgen, Diana— hace tiempo que tengo asumido que todavía me quedan muchas farolas contra las que partirme los dientes y todo lo demás. Santa Teresa dijo que “de los torpes el reino de los cielos es” y yo añado que si se trata del reino del amor el número de divinos patosos es ya incalculable. No obstante, imagino que, aunque hacinados, no se lo estarán pasando precisamente mal. L’amour physique Cuida, no te tropieces, lector, vamos a entrar: a lo lejos, los atolondrados Calixto y Melibea comparten sus desdichas con Romeo y Julieta; en la azotea, los rarunos Dalí y Gala intercambian pinceles y puede que escarceos con Frida Kahlo y Diego Rivera; en la sala de juegos, Josefina y Napoleón ganan al ajedrez a Marco Antonio y Cleopatra mientras suena Waterloo de ABBA; frente al hogar, mis favoritos, Paul Newman y Joan Woodward charlan de arte y política con Spencer Tracy y mi encantadora marisabidilla Katherine Hepburn. Confiésalo, lector, eres un romántico empedernido o, por lo menos, accidental: has sobrepasado sobremanera el párrafo que me concedías. Fuera complejos, por favor, que hoy en día en determinados círculos cuando una se declara fan del amor corre el peligro de ser acechada por algún que otro Torquemada por sospechosa ñoñería. Es más, cuando a esto le añades que te gustaría tener hijos con la persona amada es muy posible que ya no sólo pierdas a tus amigas feministas más ortodoxas sino que encima estas sellen su enemistad soltándote un: “Querida, eres un claro ejemplo de involución de la donna sapiens”. (Eso sí, muchas de ellas me han terminado confesando en petit comité que si les entra la urgencia de ser madres acabarán recurriendo al “humanísimo” método de la fecundación in vitro en una clínica privada de Dinamarca, por eso de diluir un poco los nocivos genes hispánicos, claro). Me dejas de piedra Recuerdo estar un día tranquilamente comiendo y compartiendo alguna que otra preocupación con mi amiga Alba, cuando esta me dijo lo que unos tildarán de obviedad y otros de baja autoestima: “cuando uno está enamorado, se ama más a sí mismo”. Entendí, perfectamente, lo que querías decir con esto, mi querida amiga. El fin de Narciso habría sido bien distinto si, en vez de lanzarse al fondo del estanque en busca de su propio reflejo, ese reflejo suyo lo hubiera proyectado en otro rostro humano. Es cierto que del amor, a veces, se pueden dar las relaciones más perrunas y alienantes; pero eso ya no es culpa del amor, sino de nuestra ceguera mental. Pero otra de las grandes facetas del amor —y quizá sea esta la disquisición que me ha llevado a escribir este artículo— es que el amor puede convertirse en la mayor arma pedagógica que existe. Sí, lector, no creo que te descubra nada nuevo a lo que dicen algunos libros de autoayuda: de nuestro contacto con el otro, y más aún si media un sentimiento amoroso, aprendemos nuevas cosas sobre nosotros mismos y asistimos a cambios en nosotros que jamás podríamos haber preconizado. Si no, que se lo digan a Finea, la protagonista de la obra de Lope La dama boba, la cual no sería tan boba cuando por amor llegó a ser la intelectual de la familia. Para algunos, el amor es eterno —o al menos eso pensaban hasta que su pareja los desplumara tras el divorcio—. Para otros el amor es fugaz aunque verdadero (o no). Para Serge Gainsbourg l’amour physique es un callejón sin salida. Para Jean Paul Sartre l’amour intellectuel que sentía por su pareja, la feminista Simone de Beauvoir, era tan “absoluto” y “libre” que debía rechazar taxativamente la monogamia. En fin, como decía mi abuela, “cada uno habla del convento según lo lleva dentro”. Jara y Turner en familia Desde luego que el amor que yo he vivido en casa, al observar a mi madre cómo mira, todavía, embobada a mi padre, es un amor como el que Víctor Jara sintió por su compañera Joan Turner: un amor en el que el proyecto de dos personas se une, sin dejar de hacer y ser cada uno por separado, pero haciendo y siendo más juntos. Para una servidora el amor es difícil o imposible de definir, e infinitamente lejos estoy yo de Punset o de Bécquer como para osarme a hacer tal cosa. Lo que está claro, en todo caso, es que la literatura, el cine, la música y nuestra propia vida ha engendrado a través de él episodios sublimes que nos han inspirado para, al menos, seguir tirando y, sobre todo, para auto-superarnos —vale, en el caso de los que somos más fantasmillas, para aparentarlo—. Amar y ser amado, por encima de todo y como decían en una de esas películas tontas y ñoñas que me tragaba de niña, es un privilegio. Cada cual que se lo gestione cómo quiera. Antes de dejaros —me voy a ver Amor, la última de Haneke, a ver si aprendo algo— os tenía que anunciar una cosa… Ah, sí, ya me acuerdo: ¡Buenas noticias para los lectores más adeptos a la numerología! Las eminencias en astrología y ciencias ocultas vaticinan 2013 como el año del amor, pues, corresponde al número 6, que es el número de los amantes en el tarot. Vamos, que Rappel, Aramis & co. están que se salen, ya que muy posiblemente acaben el año engrosando la lista de grandes fortunas de este país. Vale, me has pillado, lector. No te voy a engañar, no tengo respuestas —y menos aún pseudocientíficas—. Solo tengo anhelos y alguna que otra disquisición. Para el garbancero (Galdós), “el amor es un arte que nunca se aprende y siempre se sabe”. Para la eterna adolescente con brotes platónicos a la que lees (yo), el amor es… a veces divino, a veces humano, y otras tantas estúpido o doloroso, pero siempre, mientras estemos vivos, inevitable: BumBum, BamBam, ChofChof (tOcado y hUndido).

visto en: http://www.pliegosuelto.com/?p=3979

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