domingo, 9 de diciembre de 2012

Cada momento de nuestros encuentros celebrábamos como la Epifanía, solos en este planeta. Fuiste más valiente y más ligera que el ala de un pájaro bajando la escalera de dos en dos, como vértigo, llevándome a través de lilas mojadas a sus predios, al más allá del espejo cristalino. Cuando llegó la noche tuve la gracia, se abrieron las puertas del altar, en la oscuridad resplandecía y se reclinaba lentamente la desnudez. Y yo, al despertar, decía: “¡Sé bendita!” porque sabía que era audaz mi bendición. Tú dormías, pero las lilas de la mesa se disponían a tocar tus párpados con el azul del universo circundante, los párpados, tocados por el color azul, estaban muy tranquilos, tu mano cálida también. En el cristal pulsaban tantos ríos, montañas humeaban y mares despuntaban, tenías en tu palma un globo cristalino, estabas durmiendo en el trono. ¡Dios justo! Tu eras mía. Te despertaste para transformar el vocabulario humano, usado cada día, y el lenguaje se llenó hasta el tope de fuerza sonora, y la palabra tú abrió su acepción nueva, que era el zar. En el mundo se ha transformado todo, incluso cosas tan sencillas como el jarro y la palangana, y el agua dura y laminada estaba de guardia entre nosotros. Algo me llevaba no sé adonde. Nos cedían paso, como espejismos, ciudades construidas por milagro, la menta, cual alfombra, se acostaba bajo nuestros pies, los pájaros nos acompañaban haciendo el mismo camino, los peces subían el río y el cielo se abrió ante nuestros ojos... El destino seguía nuestra pista como un loco con navaja afilada. Primeros encuentros, Arseny Tarkovsky

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